Magdalena Fernandez y los ruidos del mundo

El vasto campo del arte es, desde siempre, un territorio de semejanzas y el misterio fundamental de las analogías parece ser su epicentro. Que las obras de arte se parecen porque se relacionan con las mismas fuentes o con similares destinos e intenciones es el menester de críticos e historiadores. Pero también se parecen entre ellas las obras de arte más allá de vinculaciones documentadas, más allá de empíricos nacimientos. Y no es solo responsabilidad de quienes vemos, e intentamos transcribir en la terca fragilidad de la escritura la resonancia del ojo, constatar que las obras se parecen. Es también necesario detenerse ante la sutileza de las diferencias, ante la enorme potencia de transfiguración que yace en las estrategias de un artista, cuando es, como Magdalena Fernández, conciente de su propio lugar y del lugar de su obra.

La obra de Magdalena Fernández ha sido asociada, no sin razón, con una de las más eficaces tradiciones artísticas venezolanas: aquella de la abstracción óptica y geométrica. La similitud entre algunos de sus trabajos seminales con precedentes tales como las obras de Jesús Soto, Gego y Alejandro Otero habita entre las hermosas resonancias de sus creaciones que, no sin igual determinación de inscribirse en la tradición que tales artistas fundaron, también la transforma sutil, pero drásticamente.

Más allá de las vinculaciones de su obra con las fuentes teóricas y plásticas de la abstracción italiana y venezolana, el trabajo reciente de Magdalena Fernández es el campo experimental e inventivo de una clara “naturalización” de la abstracción. Es posible pues constatar allí la persistencia de estructuras cuyo funcionamiento visual responde aún al modelo de las grandes matrices de la abstracción moderna, a condición de comprender también que, en una suerte de trasfondo conceptual, lo que motiva poéticamente a la obra es la persistencia de un espectro corporal u orgánico, una corporalidad reducida o diseminada. Es así como un organicismo no exento de inquietudes existenciales aproxima cada vez más las fuentes modernas de la obra de Fernández a una investigación sobre las estructuras naturales.

Las claves de este trabajo se revelan entonces retrospectivamente y  lo que parecía en sus primeras creaciones un interés por formas repetitivas aparece como una interrogación sobre el vacío que vincula en nuestra percepción del mundo natural a las cosas entre ellas; lo que parecía una reiteración de la retórica moderna de los entramados se transfigura en una investigación sobre la fluidez de la materia natural. Esta “naturalización” de la abstracción representa quizás una de las más interesantes pistas del arte venezolano de estos tiempos y acaso tuvo su “embrague” en obras en las cuales Magdalena Fernández interpelaba la propia presencia de su cuerpo, fragmentado, en estructuras de reflexión lumínica y especular. Más recientemente, en sus Dibujos Móviles, así como en una serie de videos y segmentos videográficos, Magdalena Fernández declina el abecedario formal de la abstracción geométrica en un repertorio de ritmos cuya fuente son los “ruidos” y “sonidos” animales que caracterizan las tardes y las noches del valle de Caracas, o que refieren, a través de una constitución figural que pendula incesantemente entre la forma y la deformación, al movimiento de las aguas. Puntos y líneas sobre virtuales planos de agua; sapitos y grillos vesperales en su descontextualizado canto se convierten entonces en el pretexto para la generación de formas aparentemente abstractas.

Estas investigaciones ameritarían una consideración más extensa, así como una mirada más acuciosa de lo que cabe en estas líneas. Yo me permitiría señalar que ellas se inscriben en un momento crítico para la nación venezolana y que acaso sugieren claves simbólicas que nos permiten comprender algunas de las mutaciones ideológicas que marcan nuevas aproximaciones a la realidad desde el campo de las artes en Venezuela. En efecto, ellas parecen responder –y corregir- una “ideología venezolana” caracterizada por la secular confusión entre los conceptos de naturaleza y paisaje.

Sumida en la abundancia de la “donación” natural que determina la celeridad de su epidérmico enriquecimiento, la sociedad venezolana sólo parece haber concebido al paisaje en los términos de naturaleza infrareal. En muy pocas ocasiones el arte venezolano supo inscribir la diferencia entre paisaje como humanización de la naturaleza y esta como realidad pre-facultativa (es decir, como suelo ya otorgado antes de que viniéramos a ser en la historia y que, por lo tanto, no depende de nuestra voluntad).

Esta vasta confusión, cuyas implicaciones han sido enormes en el cuerpo social y simbólico de lo venezolano, nos ha dejado desprovistos de recursos retóricos para elaborar el campo del paisaje. Resulta notorio –y paradójico- que la “artificialización de la naturaleza” surja hoy, en nuestro arte, por la vía sorprendente de esta “naturalización de la abstracción” alrededor de la cual las obras recientes de Magdalena Fernández declinan su deslumbrante interpelación. Una doble fidelidad, a la vez pudorosa y atrevida, hacia lo mejor de la historia de nuestras artes modernas y hacia el mensaje indescifrable e incesante de la naturaleza parece entretejerse entonces en la materia simbólica de estas obras en donde las formas del espacio, desde siempre mudas, se descubren nuevamente portadoras de los ruidos del mundo.


Luis Pérez Oramas
Revista Arte Al Día
Número 110
Julio 2005


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