La tarde en que tuve la oportunidad de poder ver - vivir, mejor dicho- tu exposición, venía de dar clases.   En el trayecto del Instituto Reverón a la Sala, mientras estaba en una cola -en ese lapso, que nos brinda el siglo XX para insultar a la humanidad o preocuparnos por nuestra situación existencial - tuve el placer de distraerme pensando en la grata sensación que obtuve de mis alumnos al discutir la filosofía de San Agustín. La idea del ritmo, cual fundamento de la verdadera experiencia estética, el ritmo como fibra común y consonante, entre la naturaleza y en nuestro espíritu, había golpeado como una ola fresca la sensibilidad de los muchachos. Si bien conocía lo que ibas a presentar e inclusive había presenciado algunos de los ensayos previos a la inauguración; la muestra, y bien venga el término, fue toda una revelación.

Ver la Sala convertida en una pantalla donde se reflejan los fenómenos y no, como suele suceder en los espacios de exposición, en galería de sombras pasmadas, no puede dejarte indiferente. Sin grandes artificios, lograste que los elementos naturales expongan su sencilla presencia, ante la cual no puedes hacer más que ver y acercarte, acercarte para ver, ver lentamente, detenerte y abandonarte, dejarte arrullar. En ese estado reflexivo y curativo, característicos de la meditación, en soledad, reconocemos un eco... nuestra propia voz. Quizá de esta exposición no quedará nada, no hay registro o narración alguna capaz de recobrar esos momentos tan particulares y tan sencillos. Experimentar la belleza, decía el filosofo, requiere de nuestra disposición, nuestra simpatía, aún cuando ésta esté en todas partes. Quizá esta sea la lección de tu muestra: hay que estar alerta para poder disfrutar, hay que orear nuestros sentidos, ya que conociendo, vibrando al unísono, reconocemos nuestra materia, reflejada.

Juan Carlos López Quintero
Catálogo exposición ‘Aires'
Sala Mendoza, Caracas, 1998