La inversión estoica:
Superficies y casi-cuerpos

i.
No hay un tiempo más extraordinario que aquel que posibilita el deshacimiento del cuerpo, su desanudación. Y pocos acontecimientos revisten este tiempo más que la muerte. Pero la muerte está antes de lo moderno (es su constante causa), de modo que detengámonos aquí para conocer qué existe en el ordenamiento que se despliega entre la modernidad y su condición fatal.
Bajo esta investigación fenomenológica, la práctica de Magdalena Fernández se consolidará en una tensión descrita entre las crisis de la visión lineal y la aparición de sus consecuencias políticas (de sus formas mediales). Lo que sigue, por ende, busca detectar una epistemología propia a través de la alusión a estructuras posibilistas que surgen al margen de las lógicas heredadas por el pensamiento sólido –y en muchos casos, omnipresente en el aval occidental-. Al contrario de esta directriz, se trata en delante de diseñar marcos teóricos sensibles a las condiciones móviles y provisorias sobre las que actúan. Y esta sensibilidad nos orienta de nuevo a repensar los ejes que traman los estamentos modernos, las formas de ocupación y teleología con las que históricamente se han abierto camino.
Conocemos –por ejemplo- la pulsión acumulativa de la modernidad (hemos sufrido sus excesos), pero apenas prestamos atención a la pasión depurativa que presenta simultáneamente, a su inclinación hacia el grado cero. El esfuerzo por proyectarse hacia una depuración crítica persigue la voluntad moderna de Magdalena Fernández, como una práctica heredada que apenas sí ha dispuesto de tiempo y espacio para examinarse en profundidad. Esta estrategia lingüística que plantea un viaje hacia los estamentos fundamentales –y por tanto, radicales y subterráneos- de la composición final, acarrea una primera consecuencia óptica que en numerosas ocasiones escapa del análisis general. En la acumulación o depuración –extremas en cualquier sentido- de la modernidad, los objetos resultantes terminan estando demasiado llenos o demasiado vacíos para ser visibles. El proyecto de las vanguardias ya había dispuesto la eliminación de lo visible como una forma detallada de advertir la depuración de la escritura. Se trata, desde entonces, de dar cuenta de lo accesorio depositado en el espacio para descubrir la utopía que queda (d)escrita en su soporte.
Aun con esta permanente revisión del ejercicio modernista, la práctica de Magdalena Fernández apura un desplazamiento desde el interés por la utopía hacia la codificación de la presencia. Se trata entonces, negada la visión, de convertir el espacio en un ready-made: cuando no hay nada en el espacio (o cuando ya solo queda muy poco), éste se convierte en un objeto encontrado, o más específicamente, en un objeto que resulta ser un testigo de lo encontrable, lo que es susceptible a ser hallado bajo las capas de lo visible. Es entonces cuando la pasión depurativa se eleva a modo de tendencia suicida del ejercicio hacia el grado cero. Todo termina siendo un desbordamiento óptico, un fuera de sí que se extiende desde la genealogía de las prácticas silentes y vacías de los 50s. La mirada ya no nos vale para saber lo que estamos viendo. El entendimiento queda, por tanto, detrás de la mirada como un subterfugio ciego al que recurrir –abandonado lo visible- para acceder a un posible sentido del mundo.
En esta otra visión que se despliega, o más bien, que se ciega y parpadea, queda demarcada una zona liminar que discute consecuentemente los cuerpos de la visión. En este ‘ver después de haber visto’, terminan sepultándose las formas sólidas tanto del sujeto como del objeto de lo visible, y casi parece una constante en los ejercicios instalativos o escultóricos de Magdalena Fernández.
Lo que acontece en el régimen de la modernidad-dominante (esto es: en el mundo lumínico) surge a partir de una función estocómica que invierte el punto focal hacia la sombra, y la permanencia visual hacia el parpadeo. Alejada de un ojo clínico y judicativo, la apariencia surge entonces no tanto como el resultado de una cognición dubitativa más que a modo de forma presente que emerge en esta visión límite de cuerpos endebles. Claramente: hay un vector experiencial que pone en crisis el perspectivismo monofocal cartesiano a favor de una práctica fluctuante, y algo ensimismada. Estrictamente moderna.
De modo que si se resiste a la condición rígida del cuerpo, bajo la construcción continua de una restricción visual indirecta, ¿qué queda? O más bien ¿qué objeto entra en juego más allá de la somaticidad del cuerpo visible?
Todo termina siendo un viaje de superficie que no por ello menos radical o crítico. Inversamente a lo que pudiera parecer en un primer momento, la superficie visual acaba revelando la naturaleza de lo real-visible, el sentido profundo de lo que acontece en esos espacios extirpados de cuerpos singulares. Que sea superficial implica que es inmanente. Que el sentido no trasciende, sino que se encuentra más acá de la mirada y de los cuerpos.
Bajo esta sospecha de la subjetividad impuesta (¿quién mira el objeto –acaso exterior?), se establece una preeminencia de la relación y del vínculo entre las partes que dudan de esos estamentos corporales graníticamente constituidos. Todo lo que hay es trama.

ii.
Los estoicos defienden que existe un cuerpo como causa de acontecimiento, pero, sobre todo, que hay un cuerpo como causa de otro cuerpo. De hecho, planteándolo estrictamente desde esta óptica, existe poco más allá de una física de actuación y padecimiento de los cuerpos. Al contrario del pensamiento socrático derivado del principio intelectual de todas las cosas –que de un modo tan detallado propician las teorías de Pitágoras y Anaxágoras-, el estoicismo antiguo expulsa cualquier actividad inteligible, y por extensión penetrable, como causa de los seres. Hay en esta ‘impenetrabilidad’ de los cuerpos, una fuerza y tensión que parece introducir la expresión –y fundamentalmente la expresión sensible- en el lenguaje corriente de la filosofía.
De modo que se esgrime una dialéctica entre la pulsión incorporal que auspicia el platonismo –junto a gran parte de la herencia socrática- y la naturaleza física e indicativa de los cuerpos estoicos.
Entre una cosa y la otra, fundamentalmente también como una evidencia de los fenómenos propiciados por las experiencias directas de las prácticas de Magdalena Fernández, no estaría ubicada ni la solidez de los cuerpos ni la abstracción de los incorporales (ni la Tierra ni la Atmósfera, siguiendo algunos de sus últimos trabajos). Acaso sí una grieta –una Estructura- que funcionaría igualmente como un modo de relación entre el entorno, la historia y el sujeto. Podríamos advertir entonces la existencia -en mitad de esta dialéctica irrenunciable- de la posición contingente de lo que llamaríamos casi-cuerpos.
El casi-cuerpo, que se manifestaría en la experiencia del espectador, pero también en la formalización de la obra de Magdalena Fernández, en los espacios que ocupa, en las miradas oblicuas o en las referencias a las que alude su práctica, no es un cuerpo a medio hacer, o una futura carne imaginable. Ahora bien, habita un espacio que está siendo menos denso y, a un tiempo, está dejando de ser más volátil y sutil. ¿Qué ocurre, entonces, si el casi-cuerpo no se encuentra a mitad de camino de lo somático y lo incorporal? El casi-cuerpo sería algo así como un agente de acontecimiento. Ni siquiera su productor, pero sí la individuación que se encuentra en la línea ilimitada e indivisible de lo que acontece.
Esa infinitud es la superficie que se extiende produciendo el efecto de sentido. A la manera clara e insistente de Deleuze, el sentido es efecto de superficie, pues el sentido no se encuentra en la profundidad subterránea de la historia o el saber, ni tampoco en lo más alto del pensamiento abstracto y elevado. El sentido es expresión superficial que abarca toda su extensión –y específicamente- todo su accidente. Porque debajo se encuentran los cuerpos y, por encima, todo lo pensable que escapa a cualquier singularidad.
Al no estar a mitad de camino entre los cuerpos y los incorporales, los casi-cuerpos rompen la dialéctica entre éstos, como también se encuentran fuera del eje que se describe entre el Materialismo y el Idealismo, o la brecha que posteriormente separará los postulados entre Feuerbach y Kant, respectivamente.
La aparición del cuerpo marca -en primer lugar- una forma de resistencia. Y lo hace en todas sus dimensiones, pues las fuerzas psíquicas y somáticas son correlativas y co-implicadas. De este modo, el cuerpo es concebido como el espacio epistemológico en sí: la experiencia que tenemos es conocimiento incorporado. Y no se trata tanto de seguir a Merleau-Ponty para entender que hay una escisión entre lo incorporal e inefable, y lo corporal que privilegia la experiencia somática. Sino más bien, de plantear que el casi-cuerpo –alejado de esa grieta dicotómica- fuga y alivia la resistencia en contacto con otros casi-cuerpos, también fugados y por tantos, encadenados.
Los casi-cuerpos, de manifestación pre-individual o inconceptual, no por ello dejan de sostener un arbitrio altamente político consigo mismos y con su entorno. Al contrario: “basta con que disipemos un poco, con que sepamos permanecer en la superficie, con que tensemos nuestra piel como un tambor, para que comience la gran política” (G. Deleuze 2011 [1969]: p. 104). La expresión altamente medial de los ejercicios de Magdalena Fernández (siempre se está en medio, entre, junto) apunta precisamente a la reverberación de una tensión política que articula la distribución de espacios, tiempos y cuerpos, en la forma de memorias (de la historia del arte) o proyecciones (de las comunidades naturales por venir).
En los casi-cuerpos, no hay designación diferencial, como tampoco hay equilibrio entre la densidad de los cuerpos y la volatilidad de los incorporales. Al abandonar la singularidad, los casi-cuerpos irrumpen en la gran política, en las formas mediales que se despliegan de superficie en superficie.
Como cuestionamiento político, el casi-cuerpo tiene, no podía ser de otro modo, implicaciones territoriales. O más exactamente, consecuencias de habitabilidad. No solo explora nuevas formas cognitivas, sino que abre modelos geográficos capaces de evidenciar no solo las asimetrías postcoloniales impuestas por los modelos de centro-periferia, sino la inhabilitación de todas las formas que brotan a consecuencia de estos modelos.

iii.
Al disolverse la distinción entre centro y periferia, la operación y el acontecimiento (que nos interesan) ocurrirían en el intersticio, en la membrana de la que se desprenden restos que vendrán a nombrarse sujetos y objetos, de un modo tal que la periferia dejaría de estar anclada en los márgenes de la representación oficial, para devenir cueva móvil con la que agujerear el espacio y el tiempo, con la que perforar el propio abismo que la precipita al exterior, que no recuerda las estructuras dicotómicas que engendró y que dibuja toda su habitabilidad sobre la superficie, aun corriendo el riesgo de caer en lo cosmético, de tomarlo por una ilusión óptica. Pues la periferia devendría entonces el propio accidente, el encuentro posible de las narraciones sectoriales. Ya no sería el margen de un lugar, sino que vendría a darse como un lugar entre lugares, el locus de la mediación y del acontecimiento, posible sólo por estar alejada, alejada del canon dominante del centro excluyente. No es que aquí la periferia fuera inclusiva, sino que dejaría ya de ejercer el propósito de toda reivindicación y los actores periféricos serían ahora sujetos móviles que no se reconocerían como oprimidos y excluidos sino habitantes de una fluctuación nodal, de un cruce entre caminos. De ahí también el riesgo, la peligrosidad de no habitar en una locación segura y estable; de ahí, por definición, el carácter provisorio y mutable de la misma periferia, la que subraya una flexibilidad tal, que discute incluso la noción de autenticidad y genealogía.
De la periferia nunca conocemos sus orígenes, ni tan siquiera los relatos que posibilitaron su imagen primera, porque la periferia es siempre cuerpo plástico móvil que cuestiona la noción misma de primera vez, pone en evidencia el propio ritmo lineal del tiempo y no se sabe sino como imagen superviviente, náufrago ella misma de un modelo de mundo del que no fue rechazada, sino que, por voluntad, decidió abandonar. Como en un acto de inmolación, la periferia es su propio superviviente, y eso la ubica en un estadio autorreflexivo sumamente enriquecedor: porque, de facto, el habitante de la periferia (acaso el casi-cuerpo), nunca ve el territorio, sino que siempre se ve a él viendo el territorio, auspiciando una retórica tal, que convierte la laxitud perceptiva –plagada de miedos, huidas y fantasmas- en la única epistemología posible, en la construcción del mundo a través de los espectros. Al fin y al cabo, los espectros constituirían formas ensombrecidas de la nueva epistemología de los casi-cuerpos y aquí se trataría de entender la viabilidad de un imaginario que es capaz de dejar en suspenso las autoridades de la lógica dialéctica.

iv.
Evidentemente, el problema es más complejo: ¿hay otro tipo de relación que se establece en esta condición medial que apuntan los casi-cuerpos? ¿Exactamente, entre qué median estas formas dinámicas? Sabemos que la tarea constante de Magdalena Fernández ha pasado por revisar los objetos artísticos con aquello que el contexto –histórico y geográfico- la ha provisto. Simultáneamente homenajea, experimenta o comparte con la tradición entregada por parte de Gego, Alejandro Otero, Soto, pero también Helio Oiticica, Lygia Clark, Torres-García o Mondrian. La práctica termina siendo un tejido desplegado que carece de autoridad volitiva. No se trata de re-escribir, sino más bien, de escribir con ellos. No de nuevo. Sino a la vez, conjuntamente. La crisis del cuerpo –lo apuntábamos justo al inicio- es fundamentalmente una crisis del tiempo. En esta línea, los casi-cuerpos son los que activan estrategias a contra tiempo, los que discuten una y otra vez, la noción misma de origen, la condición misma de ‘primera vez’. En este tiempo complejo (donde se trabaja sincrónicamente con Gego o Clark, y no después de ellas), el objeto dinámico del casi-cuerpo sería algo irreconocible, a la vez omnipresente y revelado. El casi-cuerpo pone en cuestión lo visible: nubla la apariencia y favorece una representación endeble. Pero sobre todo, pone en cuestión el tiempo. Si el cuerpo surgió bajo la condición de un acontecimiento pretérito (y dialoga con una obra igualmente encadenada a las garantías de pasado), el casi-cuerpo accede a escena dando codazos. No une ni condensa ninguna experiencia, sino más bien, la tortura, como exorcizándola. El casi-cuerpo es cuerpo en falta y, por lo tanto, tiempo presente. Algo así como un gerundio diagramático. Abre los espacios a medida que se topa ante los tiempos.
Y sin embargo, a pesar de este desbordamiento consecuente de la función depurativa de la modernidad heredada, no hay un ‘fuera de campo’. Lo que hay es un dar a conocer que extiende el ejercicio de producción de la obra en la tradición formal que imagina –que llena de imágenes- y que le permite conectarse con ‘otras’ figuras, con ‘otras’ formas, que está vinculado con algo más íntimo que la sostiene, no tanto lo que pertenece a la ocurrencia lineal de una tradición que faculte la evolución de un territorio artístico (territorio formal y geográfico), sino también a lo que le des-pertenece, a lo que aparece como un ‘otro-casi-cuerpo’ al que homenajear, analizar o sostener momentáneamente. Esos vínculos formales dejan entonces de ser íntimos, para poder llegar a ser éxtimos a la manera de Lacan. Así es como las relaciones de extimidad marcan un imposible fuera de campo, al estar todo enmarcado –modernamente enmarcado- en una cadena referencial integrada, única, persistente. Aparece entonces una práctica artística autorreferencial donde la transfiguración se efectúa en esa interioridad enajenada, o en esa exterioridad apropiada. Apenas importa. Lo que existe aquí es una verificación endeble, una experiencia nublada protagonizada por el casi-cuerpo que todo lo puede y abarca. Y no podemos confundirlo, todo ello, con una suerte de omnipotencia o panóptica a la manera de Foucault, sino como una acción continuamente diferida desde la que se ejercita el casi-cuerpo, que, por estar en des-fase, des-centrado, todo lo puede y abarca. Él y sus restos (los restos de sus restos también).
El casi-cuerpo termina siendo un objeto existente solo como una sombra (proyectada entre los alambres de los “dibujos sin papel”), un centro vacío, visible solo indirectamente, en la forma de su anamorfosis. La mirada es un casi-cuerpo, como también lo son los espacios expositivos o cada una de las proposiciones de Magdalena Fernández. Y abandonada la dialéctica entre los cuerpos y los incorporales, toda práctica (revisionista, sincrónica o presencial) acaba manifestándose altamente crítica, cosmológica y espiritual.
De acuerdo al principio de la Teoría Teosófica, Mondrian necesita de la representación visible para sintentizarla en sus formas puras o esenciales. Ahora bien, desde aquí, sumergidos en la supervivencia de la imagen-síntoma, lo visible es tanto el propio paisaje representacional al que acudía Mondrian, como su síntesis. Resulta que ahora volver sensible lo visible se ha convertido en una tautología que no solo nos remite al ejercicio metalingüístico de la modernidad, sino igualmente a la “condición contemplativa” (bios theoretikos) pre-moderna, a la manera de Aristóteles.
Resulta curioso que la garantía teosófica sea la única que no solo no se ha desvanecido en este proceso (de crisis, casi-cuerpos, contra-tiempos y anti-visiones), sino que se ha visto reforzada. La práctica espiritual acaba remitiéndonos a las voluntades de principios del siglo XX, al tiempo que nos catapulta hacia toda la cadena referencial que se despliega en las distintas cosmovisiones. Y técnicamente, no nos vamos a detener en averiguar si estas condiciones dispuestas en la práctica de Magdalena Fernández son más cercanas al budismo zen, al vedanta advaita o a la introspección serial bizantina.
Porque, al contrario, lo que hay es presencia –a pesar de la tensión medial y política que se activa-. Un soporte, que aun transitorio y crítico, habilita zonas comunes que albergan casi-cuerpos (y que son casi-cuerpos ellas mismas). Ha habido entonces aquí una proposición cognitiva nueva: la del fin del dualismo a favor de una estrategia epistemológica –una forma de conocimiento- donde el conocedor y lo conocido apenas revisten diferencias.
Pero si algo nos descubre la condición casi-corporal de la que hablamos, es del fin de su naturaleza teleológica. La inmanencia explícita de unas lógicas del aquí que se extienden en los ejercicios de Magdalena Fernández quiebran cualquier horizonte a distancia. No solo las formas dialécticas que describen las polaridades entre términos dispares, sino la propia teleología con la que históricamente se relacionan los objetos sólidos del mundo. Frente a la solidez clara, encontramos una invocación de presencia.

Roc Laseca
2014


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