Superficies e intersticios: del agua, en la sonoridad de una línea

Las superficies son la piel del mundo, así como la piel misma es una superficie: aquello con lo que cada cosa –cualquiera- se dona al contacto, a los otros, a todos y se comprende, se hace, a sí mismo. Todo tiene una superficie, se muestra y hace figura entre los límites que ésta le otorga, con ella se cuida y se expone, desde ella propone los tactos y las aprehensiones. Las superficies son exterioridad, lo que se exhibe, se hiere o deteriora, se roza o toca. Sobre superficies vivimos y dibujamos, escribimos o leemos, bailamos, a veces simplemente nos echamos a presenciar, a esperar, a escuchar.

Las superficies de Magdalena Fernández son, además de una piel, un proyecto y un recorrido, en el que nos muestra y figura su modo de comprender y hacer “obras”. Un modo reflexivo que se pregunta, a la vez, por el arte y sus medios, por sus formas de hacerse presencia, por la naturaleza, la existencia, el mundo de significaciones que nos conforman, que elaboramos. Al igual que una piel, estas superficies recubren y dan contorno a un cuerpo de problemas y preguntas plásticas –en continuo devenir, cambiantes- que tienen que ver con la mirada y el espacio, y con las maneras como ambos –mirada y espacio- transforman nuestra aprehensión y comprensión de lo que nos rodea y lo que somos, de lo que somos en lo que nos rodea.

En este sentido, Superficies da concreción a un universo simbólico que es, simultáneamente, discurso y construcción (para la mirada, para el estar siendo). Discurso (en la mirada) y construcción (en el espacio) son los dos ejes de esta piel que, diciéndose, se transforma continuamente. Por una parte, constituyen un discurso de la mirada en el que no se hace presencia una imagen sino, por el contrario, su resto: aquello que la imagen retira y que es, a la vez, su retiro (su ausencia y fisura, su protección). Un discurso que nos habla de lo que funda y hace la imagen, de sus pliegues y solicitudes, y cuyo decir es la inversión de la imagen en la experiencia fáctica que la fisura, que la hace un siendo y no una figura. Por la otra, construyen –en el espacio- un evento. Gracias a él reconocemos cómo nuestros recorridos y nuestras experiencias son el lugar, la forma y el “espacio abierto” para cualquier imagen posible. Discurso y construcción de una suerte de lugar de ignorancia que acompasa el exceso de interpretaciones y afirmaciones a que estamos acostumbrados, entramándolas en un tiempo rítmico –sensual y discontinuo-, disminuyendo su intensidad, modificando su timbre, silenciándolas, disimulándolas. Un lugar de ignorancia en el que ocurre algo distinto a la obra; ocurre su potencia que convoca otras miradas, unas que no se hacen en figuras sino entre sus quiebres, en las modulaciones de su recorrido, en su silencio: un parpadeo.

En efecto, el entretejido de obras que conforma esta superficie –esta piel simbólica- articula un habitáculo –un lugar para estar, recorrer y proyectar- en el que la mirada se impregna de cuerpo y sonido desarmando las distancias. Se articulan también las obras entre ellas, preguntándose, sondeándose unas a otras, discurriendo entre el blanco y el negro, entre la solidez del cuadrado y la mutabilidad del agua, en unas presencias incontenibles, veloces, que desaparecen continuamente, que se desdicen para decir lo que anida detrás, antes y después de todo lo que presenciamos: lo que resta y se suspende, un instante de desconocimiento y expectación.

Como proyecto y recorrido, Superficies nos hace transitar por estos momentos que se instalan entre la mirada y la construcción. Instantes en los que ambos: mirada y construcción se expanden y se exceden, se hacen más allá de sus propias fronteras, trascendiéndose. Como proyecto y recorrido, Superficies es una celebración de la existencia en sus modos elementales: en su movimiento infinito, en su transformación impredecible, y es también un juego, el de hacernos, por momentos, participes de su construcción, el de desarmar nuestras distancias. Una celebración y un juego que está pensado para mostrar el espacio en su devenir, para patentizar el devenir del espacio . Justamente porque cada una de las obras transforma el espacio físico en que sucede haciéndolo distinto de sí, otorgándole imprevistas cualidades y determinaciones, en Superficies Magdalena nos permite recorrer diversas formas de ocupar y ocuparse del espacio.

Del agua

Venecia es el inicio: una conjetura se convierte en revelación y Magdalena entrevé el despliegue elemental del mundo –de lo que nos rodea- en el movimiento incesante del agua, en las formas que rítmicamente nacen, se abren y se pierden enredadas en otras –las siguientes- distintas y similares a la vez. Círculos que crecen quebrándose, agrietándose, líneas sinuosas, manchas inquietantes, reflejos y contornos de un movimiento inaprensible que con su presencia convoca una condición originaria –antes de cualquier historia, imposible entre las narraciones, perdida-.

Una condición originaria ( lugar de ignorancia ) gracias a la que, como diría Merleau Ponty, los cuerpos son su movimiento, los ojos su visión, los oídos sus sonidos, y que aparece como el momento de significación en el que todas estas obras se encuentran y se acompasan, construyen en el espacio un discurso en el que la mirada atiende a sus silencios, sus ocultamientos: lo invisible de la visión (el sonido de las líneas y su efecto; el despliegue de las formas y su permanencia imposible).

El agua expresa esa condición originaria, el misterio que nos acoge y nos destina como naturaleza: por una parte, su incesante movilidad indica la transformación interminable que determina nuestro cuerpo, nuestra historia y nuestra relación con el mundo; por la otra, su densidad invisible habla de la memoria y nos permite comprendernos en y como algo que se modifica, que crece desfalleciendo, cambiando.

El inicio: tanto el recorrido que propone Superficies como la “carne” que nos hace mundo se instaura allí, entre esas aguas trocadas en trazos de luz, en esa condición originaria que se muestra como pura expresión, inasible, y a la que sólo podemos acceder cuando perdemos delimitaciones, fronteras, cuando nuestros sentidos se expanden haciéndose en lo que sienten, y se reconocen por eso otro. Entonces ocupamos el lugar de una imagen –en constante movimiento- y el suelo se deshace en manchas de luz que son también ondas y líneas, el piso es un lago y nuestro cuerpo es agua, y entre ambos aparece –agitado- un momento en el que la mirada pierde su firmeza: el sitio en el que estamos parados se abisma, nuestra piel es el soporte de un discurrir, nuestro caminar se arma del ritmo de la naturaleza.

Pero esta Venecia es, además, un registro. Un registro desfigurado -por tanto, la presencia de una paradoja- en el que lo que se registra -el agua- no se ve y lo que se ve –el acaecimiento, el suceso de lo movible- es algo sin presencia, un entramado de trazos y luces que se entretejen sin inicio, sin término. Se registra, justamente, lo que quiebra las presencias, lo que las agrieta: el acto de un encuentro, la estancia de una ocupación, en el cuerpo, en el espacio, para una mirada que se sumerge, que se detiene y se instala.

En el recorrido que construye estas Superficies , esos trazos de luz ondulados de las aguas de Venecia salen de su soporte, del registro videográfico, en la forma de unas líneas móviles, que   libres van reconstruyéndose a sí mismas, en diferentes formas y materiales, proponiendo simultáneamente dos preguntas entrelazadas, que son también dos juegos, dos celebraciones. La primera se ocupa del hacer, la segunda del decir, ambas inseparables abren ese lugar de ignorancia que nos permite celebrar, jugando, la certeza indecible –sin palabras- de reafirmar que ponemos, con cada tacto y en cada acto, la historia, el mundo en movimiento, sin conocimiento, con cercanías.

A partir de un cuadrado

El arte moderno aparece en la historia como una forma de concretar y corporeizar principios, fines y necesidades humanas en objetos: imágenes, palabras, cosas; como una manera de hacer visible y exterior los mecanismos subjetivos –eminentemente humanos- de comprensión y aprehensión del mundo, de hacer presentes sus maneras de actuar y de padecer, así como sus medios de hacer realidad y hacerse en ella. Un arte de utopías que coloca en el mundo, y como cosas, aquellos elementos y formas que no tienen otro lugar ni otra contextura que la existencia de los hombres: el entramado de sus experiencias. Un arte de utopías gracias al que los hombres se ven y se encuentran entre las cosas, reflexionándose, criticándose, reconociéndose.

Entre los distintos caminos a través de los que el arte moderno pone en ejercicio estas pretensiones, estos deseos, hay dos que parecen especialmente significativos: por una parte, ese que se posesiona de la geometría –idealidad y pureza- para hacerla estructura –fundamento- de la realidad, convocándola como el aparecer mismo; por la otra, la que intenta hacerse del tiempo y del movimiento: que se implementa como designio de transformación, de cambio. Ambos caminos son un modo de exhibir –de hacer imagen y presencia- lo esencial del mundo, de lo existente, de las cosas y los cuerpos; en ambos, sin embargo, esta esencialidad se muestra en términos estructurales, a la manera de un esqueleto o un soporte ideal.

Magdalena Fernández en estas Superficies reflexiona, visual y sensiblemente, sobre ambos caminos, recoge sus elementos y mecanismos, sus intuiciones y formas de hacerse presentes, pero no se adscribe a ellos como quien continúa un ejercicio, sino que los contiene en una separación, como quien, distanciándose, observa reflexivamente y es capaz de elaborar nuevamente otros significados y sentidos. En efecto, en estas “obras” la geometría se materializa en cuerpos y movimientos, se “temporaliza”, abandona su idealidad, su certeza o fijeza, para exponerse en su condición sensual: sale del lugar de los fundamentos y las estructuras al de los contornos y las pieles, ya no es entonces lo que soporta sino lo que marca y signa la apariencia, la presencia misma de las cosas.

Los trazos luminosos de Venecia devienen líneas y se intersectan en un cuadrado: esa forma fundamental que Magdalena transforma, vivifica, rehace infinitamente hasta negarla en un círculo. El cuadrado es una forma fundamental: el instante perfecto de la geometría en el que todo es correspondencia y equilibrio, es el germen de toda comprensión ideal del espacio y de las formas porque en esas proporciones que se reiteran y encuentran se instala una pura potencia como potencia pura. Sin embargo, este cuadrado retraído de las aguas describe su forma en una suerte de danza en la que desarma tanto su correspondencia como su equilibrio, es el cuadrado desde su exceso, en sus fronteras, en su propio riesgo. Y se arriesga, imprevisible, incierto, diseminándose, siendo siempre otro, nuevo, distinto, como forma física que podemos manipular, como imagen que delante de los ojos se disuelve y se vuelve otra, como lugar en el que los horizontes se pierden, se absuelven.

Un cuadrado es plano y superficie, soporte y figura, sustrato o elemento; en nuestra historia visual ha significado siempre un momento de cumplimiento, aquel que determina los órdenes y hace posible las estructuras.; en estas Superficies es una metáfora visual del lugar donde el devenir tiene lugar, donde se articulan los sentidos. La geometría, entonces, se articula con su propia diferencia, con lo que ella no es, abandona los modos de la idealidad para entregarse y entenderse como el trazo, la incisión, de aquello que nos afecta en y con el mundo. Una geometría en la que la universalidad de su condición constructiva adviene como una fuerza de crecimiento y desarrollo sin detención, un plexo de tensiones en constante recomposición. Y el círculo, su cumplimiento, es la forma que concentra, que contiene, una luna, un canto de luz.

Intersticios

Pinturas y dibujos, instalaciones o esculturas, elaboradas desde trazos y planos de luz, los diversos lugares que componen Superficies no son “cosas” ni “obras”, son por el contrario experiencias intersticiales porque están elaboradas como el desplazamiento y la transformación constante de una figura, de un color o una forma, en la multiplicidad que ella contiene, que a la vez oculta y desoculta. Dispositivos que se tejen en el tiempo para expresar eso que parece inapropiable: la densidad incontenible de las sensaciones, la inscripción de algo para la mirada, en el cuerpo. Un sistema de remisiones, donde la visión no aprehende sólo la presencia sino también su evocación. Se realizan “entre” lo que muestran y lo que cifran, una posibilidad de ser, remitida y volcada a algo que sin ser visible en ellas se instala, como resonancia, como elocuencia muda.

Intersticios: cuadrados suspendidos o líneas que danzan al compás de sonidos familiares, y que infiltran su propio orden, desplazándolo, llevándolo más allá de sus extremos, entregándonos, en la presencia misma que son, no sólo una distribución de líneas o puntos, sino una experiencia que, paradójicamente, se hace visible desde su ocultamiento. Intersticios porque la línea es también un mar, un plano que muta haciéndose sonido, unos puntos que bailan construyendo imágenes incontenibles, inapropiables, densas como las que se dan, las que vemos cuando ver algo es imposible.

Este carácter intersticial es lo que hace que este recorrido, estas Superficies , sean un tejido, porque esa ubicación incierta, mediana y mediadora, hace las tramas que posibilitan que el espacio sea más que una relación, sea también la espesura misma de lo que es su vacío- Tejen, entraman, señalando y marcando encuentros, conexiones, desplazamientos, incorporando a las cosas, al mundo y los cuerpos, una dimensión traslúcida, de mirar a través, por y en el envés. En el intersticio se cuelan las imágenes como cuerpos, las líneas como contornos, los planos como pieles y danzas: el espacio es un hecho, un “habitarlo”, la observación es un entendimiento táctil, de contacto. Un mirar a través, un estar siendo, en el que el sonido se presenta ante la mirada y el dibujo se disuelve en su propia temporalidad, un ver el envés en el que el color es ritmo o cadencia y en el que las figuras huyen a lo largo de su propio despliegue.

Locus: la sonoridad de una línea, de un plano

La imagen aquí, entonces, es un texto expandido, amplificado, que exhibe su densidad, su condición física. Las líneas, el cuadrado, las “ranas” se erigen, se hacen presencia para la mirada, pero lo hace con la densidad y la textura de una escena, con una retórica sonora, aun en el silencio. La imagen se desplaza de los ámbitos de la visión a los del sonido, es decir, desde la distancia hacia la cercanía, desde el horizonte al encuentro.

En efecto, así como la piel es una membrana siempre despierta, atenta a los cambios del entorno, estas obras – lugares de ignorancia - están inscritas en los modos del sonido: un reconocimiento que ocurre en la afección y la memoria, que nos interpela en el cuerpo y la experiencia, que obliga al juego y la cercanía, que es siempre provisional. Por ello, por ejemplo, el cuadrado o la pintura se encuentran desterrados, expatriados de su condición figural, de su rigidez, para darse como el lugar donde obra la potencia, donde se construyen infinita e imprevisiblemente las formas. “Obras”, instalaciones y videos que hablan en un “dialecto extranjero”: el del espacio y los cuerpos, de la materialidad construida, de la memoria. En los modos del sonido el color se instala en unos planos que más que formas son ritmos, cadencias del habla de las aves: las “guacamayas” cantan el movimiento de sus propias tonalidades, la melodía de ese cuerpo que se fragua entre el vuelo y el grito, resonancia y rumor de las mañanas, del momento en que el mundo se inicia, nuevamente.

La imagen, entonces, se abisma, es luz y sonido, se hace una imagen que, ausentándose, aparece como lugar, sonido, espacio, una imagen que se expande a su exterioridad –a su contexto-. Una imagen que es su registro y que se nos dona cantando el sonido del mundo, en unas pequeñas ranas, al oscurecer, entre nuestras casas. Por ello en estas Superficies las obras son ese lugar –o esa interlocución- que se da entre una imagen desterrada y una escena revelada, obligándonos a una mirada de sospecha –sospechosa-, una mirada que oscila como el parpadeo, entre lo visto y el ver, y que como el pestañar detiene la percepción para poder mantenerla precisa, diáfana. Un parpadeo, un pestañeo, movimiento del ojo en el ver, ocupación del cuerpo en el espacio. Una mirada de sospecha, sospechosa, que construye, discurre y habla en la oclusión de las figuraciones, desde la expansión de su propia piel, como una cesura que se abre –y abre-.


Sandra Pinardi
Catálogo exposición 'Superficies'
2006

versión en inglés

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