Magdalena asceta

Conocí a Magdalena Fernández en 1988.  Mientras ella cursaba 4to. año, yo apenas podía con el 1°.  Ambos estudiábamos en el antiguo Instituto de Diseño de la Fundación Neumann.  Mi primer acercamiento fue gracias a la curiosidad que me producían las planchas de metal que Magdalena rayaba una detrás de otra en el taller de grabado de nuestra escuela.  Recuerdo que después de preguntarle tímidamente me explicó los rudimentos, incluso rayé una plancha que no me quedó muy bien, pero que recuerdo como un sano ejercicio capaz de seducirme en aquel momento.  Después de aquella oportunidad no he vuelto a tocar un buril en mi vida, pero rememoro con especial cariño la amabilidad y la paciencia que Magdalena Fernández tuvo conmigo.

Pasó el tiempo y Magdalena terminó graduándose con honores.  Italia la esperaba para continuar sus estudios de diseño y arte puro.  Fue en el "taller bodega" de A. G. Fronzoni donde esta muchacha decidió enfrentarse a los rigores de las formas puras.  Realizar investigaciones estéticas alrededor de los elementos básicos del diseño sería desde entonces su principal preocupación como artista.

Del contacto con su maestro italiano, Magdalena extrajo una visión ascetica del hecho artístico.  A. G. Fronzoni insiste en un arte en el que se puedan alcanzar grandes resultados con muy pocos elemenos.  En este sentido su obra y la de sus discípulos puede tildarse de minimalista, sólo que hoy en día ese concepto ha derivado en otra cosa; ha derivado en un movimiento que desea revisar la tradición constructivista capaz de encontrar y producir belleza a partir de las características de los mismos materiales con los que está concebida cada obra.

Así es como observamos que el trabajo de Magdalena Fernández se encuentra en una suerte de punto medio entre la tradición moderna del formalismo bauhausiano y la infinita posibilidad que ofrece el mundo actual en cuanto a los materiales industriales.  Digamos que esas dos opciones hacen que trabajo obtenga una riqueza notable:  por un lado la tradición le ofrece a la artista un conjunto de certezas cifradas alrededor de elementos como el punto, la línea y el plano, y por otro le obsequia una infinita posibilidad de realización formal.  Es por ello que en cada una de sus piezas se maneja una especie de temporalidad extraña:  parecen modernas, frías y tan higiénicas como cualquier obra de principios de siglo producida en Suiza; a la vez tienen un tono, una fuerza y una intencionalidad que las vuelca hacia el mundo contemporáneo que nos rodea.  Ejemplo de estas diversas posibilidades puede ser "Estructuras", exposición que presentó en la Sala Mendoza en 1993.  Allí, miles de peloticas negras colgaban del techo a diferentes alturas.  Esas pequeñas pelotas dibujaban puntos en el espacio que al unirse formaban líneas y planos.  Esa exposición tuvo una fuerza enorme, digamos que demostraba que el vacío tridimensional también puede ser intervenido con el punto, el más humilde de los elementos gráficos.

Aquel proyecto vino a ser una surte de revisión conceptual del dibujo.  Confieso que para mí fué muy impactante porque era como ver un dibujo tridimensional sin ningún tipo de truco digital ni holográfico.

A partir de "Estructuras", Magdalena se lanzaría en el empeño de generar obras capaces de intervenir el espacio que ocuparan.  Ese ha sido su principal anhelo a partir de 1995, año en el que participa en el Salón Pirelli con una ambientación realizada con tubos de acero y aluminio pintado.  Entrar en aquel espacio era como enfrentarse a una escenografía teatral muy  limpia, donde el espectador se encontraba rodeado de un bosque simulado hecho con piezas encajadas al suelo.  De ahí surgieron otros problemas que han alimentado el trabajo de Magdalena:  ¿Cómo lograr el movimiento en piezas que estén asidas al piso? ¿Qué pasa cuando cualquiera de estas instalaciones es sometida a una fuerza capaz de generar movimiento en toda la estructura?.

Como podemos ver, buena parte de su obra se basa en problemas de orden estrictamente formal.  Quizás eso se deba a las pautas que le impone su aprendizaje en el minimalismo.  Hacer que la totalidad de la pieza hable por sí misma, por la gramática de sus formas y no por un grueso anecdotario, es el interés principal en cada una de sus propuestas.  En el caso de Magdalena esta premisa es llevada a extremos casi delirantes (lo digo porque me ha costado un mundo escribir este artículo).  Cada una de sus obras tiende a la negación absoluta de cualquier detalle que no constituya una reflexión sobre los materiales y a la manera de dialogar con ellos.  En cada uno de los salones y exposiciones donde ha participado ha podido palparse semejante situación.  En el Salón Mendoza del año pasado presentó una cinta de PVC (plástico) sin mayor pretensión que la de hablar del gesto lineal flotando en el vacío; en el Museo Jesús Soto de Ciudad Bolívar presenta este año uno de sus más ambiciosos proyectos:  2i997, una instalación en la que la búsqueda fundamental es preguntarse qué pasa con el volúmen y con el espectador cuando la oscuridad envuelve toda la obra.  Para ello utilizó un nuevo material de la compañia 3M.  Se trata del Scotch Optical Lighting Film, una película que tiene unos prismas impresos y que al meterse en un tubo de plástico transparente absorve el brillo lumínico de una lámpara y luego, en la oscuridad, deja vestigios de su contacto con la luz, creando la ilusión de algo luminoso que se encuentra flotando en el espacio oscuro.

Al final creo que todas las preocupaciones estéticas y formales de Magdalena pueden fijarse alrededor del dibujo.  Todos sus planteamientos espaciales se basan en el desaguisado que se arma en el cerebro de alguien formado en las relaciones espaciales y que por un ejercicio de inteligencia pura y por una tenaz predisposición a preguntarse cosas,  lleva los elementos que sabe que funcionan en dos dimensiones a tres.  Por eso sus obras no deben verse como meras esculturas sino como reflexiones acerca del espacio vacío.

Roberto Echeto

Revista La Brújula, año 2 /n°22
Caracas, 1997


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